miércoles, 25 de mayo de 2016

Lo simultáneo, el instante, lo eterno.

 Lo simultáneo

Desde que tengo memoria hay una idea que me obsesiona: la simultaneidad. Creo que todo nació cuando era muy chico y me enseñaron los nombres de los diferentes países con sus respectivas banderas. No podía concebir la inmensidad del mundo, la existencia de diferentes razas, colores y lenguas, las gigantescas distancias, los océanos... Más fantástico me parecía aún el hecho de que, por ejemplo, mientras yo dormía por la noche, otro chico en Taegu, Corea del Sur, estaba en el colegio asistiendo a una clase de matemáticas por la mañana; o saber que mientras en Buenos Aires estábamos en invierno, una ola de calor estival de 48 grados azotaba Arizona, Estados Unidos. Creo que eso explica mi interés por los mapas y la fascinación que estos me producen hasta el día de hoy. Además, los nacimientos y las muertes. Un bebé nace en alguna parte del mundo al mismo tiempo en que alguien muere. Alegría y angustia; esperanza y desesperación. 
Encuentro también una expresión de lo simultáneo cuando miro los edificios: grandes torres de concreto hacia el cielo: veo, a través de sus ventanas abiertas, lo simultáneo: un muchacho sentado frente a su computadora en la ventana del primer piso; más arriba, una chica se prueba un vestido floreado frente a un espejo; más arriba, una pareja de ancianos toma mate y conversa; más arriba, un nene y una nena juegan con una pelota en un balcón enrejado; más arriba, una familia sentada a la mesa mira la televisión. La observación de sus tareas cotidianas, rutinarias, me hace pensar en lo irrefrenable del devenir de la vida, como un caudal biológico, un tren de sangre que avanza siempre en una misma dirección; todos hacen algo en simultáneo, algunos tal vez se conocen entre sí, quizás hayan hablado alguna vez en los pasillos del edificio, o en algún caso hayan compartido apenas un gesto, como dejar la puerta abierta para que el otro que viene de afuera entre, "gracias", "qué frío hace hoy", ¿sabe a quién va a votar?". Pienso, mientras contemplo cualquier edificio como si fuera una granja de hormigas, cómo las personas tejemos relaciones sociales, protocolos, conversaciones, mensajes; cómo transmitimos emociones, gestos voluntarios e involuntarios, posturas corporales, ideas ancestrales y culturalmente establecidas, impresiones profundas y superficiales, en fin, símbolos. El lenguaje es lo simultáneo. El lenguaje fue aquello que, sin que yo lo supiera, me arrebató desde niño.

El instante

En el subte, una chica, estudiante de arquitectura o de diseño, viaja sentada y lleva sobre sus piernas una maqueta: una ciudad hecha de cartón y telgopor.

Mi gata se sube a la mesa sobre la cual escribo y, con su patita derecha, vuelca un vaso (que, por suerte, está vacío).

El golpe que Jimmy Cobb le da al platillo de su batería alrededor del minuto y los treinta y dos segundos en So what, primer tema del Kind of blue de Miles Davis.

Las volutas de humo que salen de la boca de ese hombre que fuma y lee.

La pantalla negra cuando la película ha terminado.

El nadador salta del trampolín. El agua recibe su cuerpo y lo acoge.

Luego de vacilar por unos instantes, una hoja seca se cae.

El orgasmo.


Lo eterno

Yo amaba a Ofelia; cuarenta mil hermanos que tuviera no podrían con todo su amor junto, sobrepujar el mío. (A Laertes) ¿Qué estás dispuesto a hacer por ella?

(Hamlet; Acto V, Escena I)





 






jueves, 19 de mayo de 2016

Historia de amor

Una chica sordomuda le hace una seña a su novio. Él también es sordomudo y está arriba de un colectivo. Mira a su novia desde una de las ventanas. Ella está abajo. Hace frío, es de noche; los dos llevan camperas. La chica levanta su mano izquierda enguantada y escribe en el aire. Él se ríe y le responde. Su gesto es más rápido. Entonces ella escribe algo más. Ese algo más culmina con un gesto particular, una especie de mudra secreto que sólo ellos conocen. Ella mantiene el gesto por cuatro segundos. Las luces de la avenida (rojas, verdes, amarillas, azules) se reflejan en las ventanas de los comercios. Él deja de reírse. El colectivo arranca y se lo lleva a otro lugar. Abajo queda ella, que lentamente hunde las manos en los bolsillos de la campera. Luego se marcha en silencio, ajena a todo signo.


lunes, 2 de mayo de 2016

2004

Hubo un verano en el que no podía dormir. Entonces solía pasar la noche en la terraza de mi casa, acostado en una reposera y escuchando música con mi walkman; ungido en repelente para los mosquitos veía la salida del sol. Luego bajaba, me ponía unas zapatillas, llenaba una botella de plástico con agua y me iba a correr a una plaza cercana a la estación de tren. Quería cansarme, gastar energías. Hacía las cuadras trotando, y podía escuchar mis pasos que retumbaban en las solitarias calles recién iluminadas por el incipiente sol. Escuchaba también el ruido de las persianas de las casas que se levantaban, desperezándose. Cuando llegaba a la plaza, yo ya estaba empapado. Había otros corredores solitarios. Ellos se tomaban el entrenamiento realmente enserio. Podía notarlo, en un principio, por su físico y en su indumentaria. Yo nunca he sido del tipo atlético -probablemente jamás lo seré- y usaba para correr unas zapatillas converse viejas; los otros corredores iban con calzas, remeras ajustadas que denotaban ejercicio regular, zapatillas nike con colores llamativos. Había también algunos viejos que caminaban en parejas, vestidos con camisa, pantalón de vestir y zapatillas. La temperatura iba aumentando a medida que la mañana iba creciendo sobre la plaza. Algunos se iban rápido, otros paraban y se sentaban en los bancos para refrescarse o se subían a sus autos con aire acondicionado. Yo, por mi parte, después de correr me tiraba boca arriba en el pasto, bajo un árbol, y, con la remera adherida a la piel dejaba que la transpiración se me secara. Miraba el cielo, despejado, claro, inmenso. Y entonces, empapado en transpiración, dormía.