jueves, 28 de abril de 2016

Mañana en Purmamarca

Durante el invierno en Purmamarca las mañanas son frías
y el polvo de la calle
húmedo aún por el rocío de la madrugada, brilla iluminado por los tibios rayos del sol
los turistas duermen-
yo también soy un turista
pero no duermo ahora
me siento en un banco de la plaza y escribo esto
con los dedos entumecidos
mientras la mañana nace entre las montañas

llegan entonces los vendedores
pieles ajadas como las cortezas de los árboles
acompañados de perros flacos de mirada melancólica
y de sus niñas, que son tiernas como muñecas de felpa morena
hombres y mujeres que con parsimonia instalarán sus puestos de trabajo
mascando coca
cruzando algunas palabras entre ellos
Montan sus puestos cargados de artesanías, comidas regionales, llaveros, imanes, lapiceras, ropa de lana de alpaca, bolsos, charangos...
Por una contribución, un turista como yo puede tomarse una foto con una chinita mucho más petisa que la llama que la acompaña: Postal de Purmamarca
En las esquinas, 
las mujeres venden tortillas, 
algunas les salen quemadas, 
pero igual son muy ricas.
Canto para mis adentros. Subo el cierre de mi campera, me pongo la capucha y encaro hacia un camino que sube hasta vaya uno a saber dónde.
A los pocos metros me encuentro con una pareja. Los dos son muy rubios, casi albinos. Él es alto y delgado, con la nuez de Adán extremadamente filosa y lleva una campera que le llega casi hasta los pies; ella, gordita y de pecas rosas, le saca fotos a una piedra con una Canon. Hablan entre ellos en una lengua escandinava.
Más adelante me encuentro con una cancha de fútbol. Es una de las cosas más hermosas que he visto en mi vida. Una cancha de fútbol en medio de una montaña.
Hay un grupo que chicos que entrenan. Siguen las instrucciones de un instructor. Hacen ejercicios en pareja, parece un precalentamiento. La pelota es vieja y está gastada, pero es la única que veo, y posiblemente la única que tengan.

Me dejo envolver por ese lenguaje
Cuando estoy radiante de felicidad o demasiado exaltado suelo decir una frase: "No me importaría morir ahora; si llegara el fin del mundo, si una bomba nuclear nos haría volar en mil pedazos, o si un meteorito errante arrasara con todo, yo, en este instante, moriría tranquilo"-


Para Catherine






miércoles, 27 de abril de 2016

Experiencia sensorial

Solía frecuentar la Biblioteca Nacional, hace ya varios años atrás, cuando estudiaba .
En un otoño fui allí para leer a Bergson, al cual había llegado a través de Henry Miller y su Trópico de Capricornio. Aunque hace mucho que no voy a la Biblioteca, allá en al calle Agüero, me cuentan que todavía mantiene el mismo sistema: escoger hasta tres libros por persona mediante una computadora, sentarse y esperar a que en los monitores figure el apellido del usuario y uno pueda acercarse a retirar el libro y leerlo en las cómodas instalaciones de la biblioteca. Había ido,como dije, por Bergson. Pero también por Virginia Woolf y Faulkner. Esas eran mis lecturas en aquellos días, cuando tenía veintipocos años, menos amigos, ninguna novia y mucho tiempo. Las páginas de La evolución creadora pasaban y pasaban. Me costaba mucho entender el texto. Frecuentemente levantaba la vista para mirar por la ventana (siempre adoré esas gigantescas ventanas a través de las cuales uno podía contemplar la calle, el resto de los edificios, los autos y las personas desde arriba, en una toma cenital que me hacía pensar en Quasimodo o en Segismundo: un refugiado en una torre, el celoso guardían de un mundo propio, sí, temporalmente propio, pero propio al fin).
Esa tarde de otoño no terminé de leer el libro de Bergson, pero saqué fotocopias de dos capítulos que me habían interesado de sobremanera.
A la salida, me dispuse a cumplir el plan de muchos de mis sábados: caminar hasta la avenida Santa Fe para pasar por la librería Huemul, de la cual siempre me llevaba un libro, y luego caminar, caminar y caminar hasta que llegara la noche. Tomé por Agüero; hice unos pasos, todavía pensando en el libro de Bergson, y me topé con una mujer. Tendría cuarenta años, era rubia. Iba toda vestida de negro, con una especie de sobretodo de gamuza acorde al clima otoñal, una bufanda azul y un bastón blanco y largo que le servia de guía. Era ciega. Blandiendo el bastón de derecha a izquierda formaba surcos entre las hojas marrones del suelo. Entonces se me ocurrió algo. Me puse a cinco, seis pasos detrás de ella y, con los ojos cerrados, la seguí. Caminé un trecho a ciegas. Sentí el sol otoñal sobre la cara; las hojas que crujían bajo mis pies. Escuchaba los pasos de mi perseguida y el tic tac de su bastón contra el piso. Pensé en Bergson, en los sentidos... y, por supuesto, en Borges. Pensé en qué se sentiría ser, estar ciego.
En un momento dado dejé de escuchar el golpe del bastón de la mujer: ella se dio cuenta de que alguien la seguía y se detuvo de repente. Se quedó inmóvil, esperando algo. Yo abrí los ojos, avancé, la esquivé por su lado izquierdo, y, con paso ligero, encaré para Santa Fe.
 

domingo, 3 de abril de 2016

Salvador dice:

Salvador es nuestro vecino. Nos dice que tiene 93 años. Él vive en el departamento de arriba. Muchas veces nos ha contado su historia: tal vez, por los achaques de su edad, no nos recuerda y nuestros rostros sean siempre nuevos para él; tal vez sí nos recuerda, y somos un mero pretexto para hablarse, para revivir su pasado , para volver a ver los mejores años de su vida.


"Yo vivo en este mismo edificio desde hace 40 años / vine de Italia / trabajé con judíos en La Boca / el jefe me mandó a llamar un día / Yo tenía 22 años / <¿Quiere un café, Ferrari?> / Y, si me invita... / Era una fábrica de gomas / Yo siempre llegaba temprano y un día me dieron la llave de la fábrica / Tenía un compañero / <Hay un lugar donde podés vivir> / Era en una terraza / ¿En una terraza? Sí, en una terraza / Yo me fui con mi hija a Italia / Ella no puede caminar / Allá vivía mi hermano / Muchos coches, todos tienen coches / Tres coches cada uno tienen / Ella conoció el pueblo / Durante la guerra estaban los alemanes / Iban a comprar huevos los alemanes, pedían huevos los alemanes / Yo vivo en este mismo edificio desde hace 40 años / Hace poco murió María, mi mujer / Me ofrecieron ser administrador de este edificio / Yo no quise / Me parece que me voy a volver a Italia / Mi hermano no me llamó más / Pedían huevos los alemanes."

El sol se levanta

El sol se levanta.
Amarillo es el intersticio dibujado apenas
tímido entre los edificios
como un bosquejo, una línea a medio terminar

un rayo se cuela, furtivo:
roza apenas la copa de los árboles
y su calor basta
para secar el frío rocío de ayer

así también es mi amor
una fuerza incipiente
que nace
sin prisa lentamente
y sin anuncio
crece: tiene la calma sabia y la fuerza del tiempo
y, ufano de su juventud
envuelve con su luz todo lo que es y todo lo que vive.

Para Cathy

Primaveral

cuando la primavera comience escucharás
la sinfonía de la Naturaleza:
los movimientos del río apenas perceptibles
en las primeras horas de la mañana
acompasados con el sol y el perfume de los frutos
sobre los campos
los cuerpos rosados de las jóvenes en flor
prestos, abriéndose
a la bondad del vino y a los susurros de la noche

caminarás en soledad por las afueras de la ciudad y
creerás intuir (te dirás a vos mismo
con el viento azul rozándote el rostro)
que el mal, la traición y la abyección del hombre
sean, acaso,
infortunadas invenciones literarias.


Para Pablo Cruz

Juventud


¿Qué pena auyentas, amigo, cuando
lanzas la piedra contra el azul del lago?

Vuela la piedra, silba el aire
yo te miro sentado en el suelo sobre las hojas
secas del otoño. 
Fatigados nos detuvimos a descansar
en este claro
no hablamos durante el viaje
nuestra tarea fue práctica
desarmar la carpa
recoger las sobras
dejar todo limpio para los que atrás vengan
Porque sabes que otros vendrán
otros  con nuestros mismos
rostros, hambrientos, cansados.
¿Y qué pena auyentarán, amigo, cuando
lancen otras piedras contra el azul del lago?